Por Cristian Bustos, CEO de Beeok y Presidente de Better Consultores.
Cada diciembre me hago la misma pregunta: ¿en qué momento empezaremos a celebrar de manera sostenible?. No lo pregunto desde la superioridad moral ni desde la negación de la fiesta. Lo pregunto porque los números son demasiado grandes como para seguir mirando hacia el lado.
En América Latina, durante Navidad y Año Nuevo, la generación de residuos aumenta entre un 30% y un 40%. Solo en Chile, diciembre concentra más de 2,1 millones de toneladas de basura, muy por encima del promedio mensual. En Ciudad de México, cada persona pasa de generar 1,5 kilos de basura al día a casi 4 kilos durante diciembre. En Bogotá, diciembre marca récords con más de 180 mil toneladas de residuos. No es una excepción. Es un patrón. Y lo hemos normalizado.
También normalizamos el desperdicio. Cocinamos como si la abundancia se midiera en platos que terminan en la basura. En nuestra región se desperdicia cerca del 19% de los alimentos disponibles, y en las fiestas esa cifra prácticamente se duplica. En México, por ejemplo, se pierden más de 100 kilos de comida por persona al año, y diciembre es uno de los meses más críticos. Todo esto mientras más de 40 millones de personas en América Latina enfrentan hambre cada día. No es solo incoherente. Es éticamente imposible de defender.
Y luego está el aire. Cada 01 de enero, muchas ciudades de la región respiran peor. En Lima, Santiago y Valparaíso, los fuegos artificiales elevan la contaminación del aire en más de un 50% en cuestión de horas. Las partículas liberadas en una sola noche pueden equivaler a varios días —incluso semanas— de emisiones del tráfico urbano. Afectan a niños, adultos mayores, personas con enfermedades respiratorias y a miles de animales que no entienden de tradiciones, pero sí de miedo y estrés..
Durante años aceptamos todo esto como “el costo de celebrar”. Pero hoy sabemos lo que pasa. Sabemos cuánto botamos, cuánto contaminamos, cuánto enfermamos. Y aun así, seguimos repitiendo el mismo guion.
No creo que la solución sea cancelar las fiestas. Creo, más bien, que el desafío es celebrar distinto. Y decirlo con claridad: celebrar distinto no es celebrar menos. Es celebrar mejor.
Significa comprar menos regalos y que tengan sentido, en vez de llenar el árbol por obligación. Planificar la comida para no botar la mitad al día siguiente. Regalar experiencias en lugar de objetos que no se usan. Reutilizar adornos, evitar envoltorios de un solo uso, separar los residuos aunque estemos cansados. También significa dejar de justificar la pirotecnia cuando sabemos que contamina, daña la salud, mata animales y contribuye al calentamiento global. Y sí, significa aceptar que algunas tradiciones necesitan evolucionar o simplemente terminar.
Navidad y Año Nuevo son una oportunidad única. Son un momento simbólico, colectivo, emocionalmente cargado. Un verdadero laboratorio de cambio cultural. Si no somos capaces de cambiar nuestras conductas en estas fechas —cuando todo el discurso habla de cuidado, comunidad y futuro—, ¿cuándo lo seremos?
Porque aquí está la provocación incómoda:
no es que no sepamos qué hacer.
Es que no queremos renunciar al exceso.
Seguimos celebrando como si los residuos desaparecieran solos, como si el aire se limpiara por arte de magia, como si la comida no tuviera historia ni impacto, como si el planeta pudiera absorberlo todo. No puede.
Tal vez este año el verdadero gesto de celebración no sea comprar más, ni hacer más ruido, ni llenar más la mesa. Tal vez sea decidir conscientemente no hacerlo. Cambiar una conducta. Cuestionar una costumbre. Explicarles a nuestros hijos que celebrar también es cuidar.
Porque celebrar distinto no es una moda ni un sacrificio. Es una decisión.
