Por Leo Prieto, Fundador de Lemu
Vivimos en un planeta que no es solo una roca flotando en el espacio. Es una biósfera: un sistema cerrado donde nada se crea ni se destruye, solo se transforma. Hasta hace poco, esa interdependencia vital con la naturaleza era evidente. Pero generación tras generación — de aldeas a ciudades a megalópolis — nos fuimos encerrando y alejando. Hoy, el aire parece venir del aire acondicionado, el agua de la llave, la comida del repartidor. Esa desconexión tiene consecuencias: hemos olvidado que toda economía, toda infraestructura, toda vida, empieza y termina en la naturaleza.
Lo alarmante es que esta omisión no es solo simbólica. Según el informe Nature Risk Rising de PwC (2020), el 48% del PIB mundial depende directamente de la naturaleza, y el 52% restante depende de ella indirectamente. Es decir: el 100% de la economía global está anclada a sistemas naturales saludables. Aun así, menos del 1% de las empresas mide su dependencia de la naturaleza (UN, 2022). El Foro Económico Mundial refuerza este diagnóstico: el 75% de los sectores económicos muestra una dependencia alta o crítica de la biodiversidad (Global Risks Report, 2023).
Este desajuste no es solo una omisión ambiental, sino una amenaza económica. A pesar del vaivén político, trillones de dólares en financiamiento global están ligados a criterios ambientales y siguen creciendo (GSIA, 2023), con mejores tasas y condiciones para quienes los cumplen. Al mismo tiempo, regulaciones internacionales están excluyendo del mercado a empresas que no cumplen estándares ambientales mínimos. Hoy, no cumplir significa quedar fuera: sin acceso a capital, sin licitaciones, sin mercado. Las empresas que no integren naturaleza en sus cadenas de valor enfrentan un riesgo financiero directo y creciente (WEF, 2024).
En este escenario, la innovación necesita otro mandato: volver a hacer visible lo esencial. Incorporar datos ecológicos, medir huellas territoriales, anticipar riesgos naturales no es un lujo, ni una moda verde. Es una condición mínima para la resiliencia y la continuidad operativa. Ya no basta con transitar hacia energías limpias. Hay que integrar también inteligencia de la naturaleza en toda decisión estratégica.
Por eso, iniciativas como la reciente alianza entre Lemu y el proyecto de línea de transmisión de corriente continua Kimal-Lo Aguirre adquieren un valor estructural. No solo por el uso pionero de imágenes hiperespectrales y tecnología satelital en el desarrollo de una infraestructura clave para abarcar nuestros compromisos climáticos como país, sino por su capacidad de traducir datos complejos en conocimiento accionable y el ejemplo que ello significa para otras iniciativas. En proyectos de gran escala, donde confluyen desafíos energéticos, sociales y ambientales, este tipo de alianzas permiten conectar lo global con lo local, lo técnico con lo natural, y lo urgente con lo importante.
Porque en un planeta donde nada se crea ni se destruye, solo se transforma, el verdadero progreso será aquel capaz de regenerar lo que sostiene la vida. Y eso exige más que innovación tecnológica: exige visión sistémica, gobernanza colaborativa y un nuevo pacto con lo esencial.
Hoy más que nunca, innovar no es solo avanzar. Es abordar lo elemental.



