Por Vivian Budinich, gerenta de Marketing Corporativo y Sostenibilidad de Empresas Iansa.
En un mundo donde una crisis puede estallar en redes sociales en cuestión de minutos, la reputación dejó de ser un activo invisible y cobró un valor tangible: la reputación puede ser un verdadero escudo o un riesgo para las empresas. Hoy, la confianza se construye bajo la lupa pública y en tiempo real. No lo dicen solo las percepciones: el Edelman Trust Barometer 2025 advirtió que más del 60% de las personas espera que las firmas asuman un rol activo frente a los desafíos sociales y ambientales, incluso por sobre los gobiernos. La pregunta ya no es si las compañías deben involucrarse, sino cómo y con cuánta coherencia.
Las empresas ya no compiten únicamente por participación de mercado o liderazgo tecnológico. Compiten, sobre todo, por credibilidad. Según el Global Reputation Survey 2024 de RepTrak, las organizaciones con mayor nivel de confianza tienen una probabilidad significativamente más alta de ser recomendadas, elegidas y defendidas por los consumidores. Pero este fenómeno no se explica por grandes campañas publicitarias, sino por algo mucho más desafiante y más poderoso: consistencia entre lo que se promete y lo que se hace.
La confianza no se impone, se gana. Se construye en decisiones pequeñas y grandes: cómo se trata a los equipos, cómo se responde ante un error, qué tan transparente es la información que se comparte y cuán real es la preocupación por el entorno, así como la capacidad de mantener una presencia activa y consistente con los distintos stakeholders. A nivel local, el Estudio de Confianza 2024 de PwC Chile junto a la Universidad Diego Portales (UDP) reveló que sólo 35% de los consumidores y 42% de los trabajadores en Chile declara tener alta confianza en las empresas, lo que evidencia una brecha profunda entre expectativas y experiencia real. Y nada erosiona más rápido la reputación que la sensación de oportunismo o discursos que no tienen respaldo en la práctica.
Pero aquí está el punto más humano: las empresas no son sólo marcas, son personas. Son equipos que toman decisiones bajo presión, líderes que enfrentan dilemas reales, comunidades que esperan ser escuchadas. Cuando una organización entiende que su verdadero valor no está solo en lo que produce, sino en cómo impacta la vida de otros, la reputación deja de ser un objetivo y se transforma en una consecuencia natural. No es casual que el World Economic Forum, a través de su Global Risks Report 2025, haya señalado que la pérdida de confianza institucional es uno de los mayores riesgos para la estabilidad de los países y las economías.
Mirando hacia 2026 y más allá, el estándar ya cambió. Las empresas que marcarán la diferencia no serán las que prometan más, sino las que cumplan mejor. Las que escuchen antes de hablar, las que asuman errores, las que se involucren con los desafíos reales de sus comunidades. Porque al final, la reputación no se construye en los discursos, sino en la capacidad de estar a la altura cuando nadie está mirando.



