Por Alfonso Bawarshi, Managing Director de Grupo Avanza
En Chile -y en también buena parte del mundo- estamos atrapados en una paradoja: sabemos que las decisiones que tomemos hoy definirán los próximos diez o quince años, pero actuamos como si el futuro fuese un territorio lejano, abstracto, casi irrelevante. La urgencia inmediata, la pelea chica y las posturas extremas han ido desplazando nuestra capacidad de acordar lo esencial. El problema es que así se va instalando el dilema del cortoplacismo, o cómo seguir avanzando cuando la conversación pública parece diseñada para que nadie ceda ni medio centímetro.
Hoy en el país enfrentamos dos polos que se miran con desconfianza y que rara vez se reconocen mutuamente. Esta polarización dificulta algo tan básico como acordar definiciones mínimas: ¿El crecimiento es una prioridad? ¿La protección del medioambiente es irrenunciable? ¿Podemos reconocer que ambos temas importan, sin necesidad de convertirlos en trincheras?
La respuesta debiera ser evidente, pero no lo es.
Tal como ocurre en la minería y en otros sectores productivos, siempre existen costos y beneficios. Cada decisión implica renunciar a algo. Ese viejo principio económico del costo de oportunidad está presente en todas las discusiones que hoy parecen empantanadas: cuando decimos “no” a un proyecto, también estamos diciendo “no” al beneficio de esta alternativa. Y sin embargo, rara vez analizamos ese lado invisible de las decisiones.
Mientras seguimos enfocados en visiones maximalistas, lo que realmente está en juego son los próximos años de Chile, nuestro crecimiento, nuestra capacidad de generar empleo, el bienestar de las personas, la inversión en cultura, salud y educación. Yendo a algo mucho más profundo, en la posibilidad de reconstruir la confianza para llegar a acuerdos, incluso entre quienes piensan distinto.
El problema de fondo no es que existan diferencias -eso es natural y en democracia, hasta deseable- sino que hemos perdido la práctica de encontrar puntos en común. Cuando las posturas extremas son más ruidosas que la voluntad de diálogo, la descalificación reemplaza al consenso como si este último fuese una muestra de debilidad.
Esta situación hace urgente el regreso a conversar sobre lo esencial. Podemos discutir los cómos, pero primero necesitamos acordar los qué: qué tipo de país queremos construir, qué prioridades son irrenunciables, qué progreso buscamos promover y cómo aseguramos que ese avance no sea sólo económico, sino también cultural, social y humano.
Volver a mirar a largo plazo no significa ignorar las urgencias del presente, sino que integrarlas en un proyecto más amplio. Significa reconocer que el crecimiento económico verdadero debe ir a la par del bienestar sostenible, y que aquí la elección no es binaria en cuanto a desarrollo versus equidad, o productividad versus sustentabilidad. La idea es equilibrar tensiones, aceptar compromisos, reconocer costos y beneficios y decidir con madurez.
El dilema del cortoplacismo se resuelve cuando dejamos de actuar como si el país fuera un tablero de suma cero. Cuando volvemos a entender que las decisiones públicas requieren acuerdos transversales, visión compartida y la capacidad de conceder, aunque sea un poco. Ese futuro, si queremos un país mejor, ya no puede seguir esperando.



