Por Rosa Madera Núñez, Fundadora de Empatthy
Con la elección de José Antonio Kast como Presidente de la República, Chile inicia un nuevo ciclo político que promete un énfasis en crecimiento económico, atracción de inversión y fortalecimiento del orden institucional. Para el mundo empresarial y financiero, este escenario abre expectativas de mayor certidumbre regulatoria y un entorno más favorable para la actividad privada.
Sin embargo, más allá del debate político, el país enfrenta una pregunta estructural que será clave para su competitividad futura: ¿qué tipo de economía estamos financiando y con qué criterios estamos tomando decisiones de inversión?
Los desafíos que condicionan el desempeño económico de Chile no se redefinen con un cambio de gobierno. El cambio climático, la transición energética, la presión social por mayor equidad y la aceleración tecnológica siguen operando como variables económicas duras, con impactos directos en riesgos, retornos y sostenibilidad de los negocios. Ignorarlas no es una postura ideológica; es una omisión estratégica.
Durante décadas, la asignación de capital se ha apoyado en herramientas diseñadas para una economía extractiva, lineal y orientada al corto plazo. Incluso los marcos ESG, cuando se aplican de manera acrítica, han tendido a privilegiar el cumplimiento formal, la gobernanza procedimental y la gestión de riesgos reputacionales, más que la creación de valor económico compatible con un escenario de largo plazo.
Las inconsistencias de este enfoque son conocidas. Empresas con externalidades ambientales y sociales significativas continúan siendo bien evaluadas por sus estructuras de control, mientras modelos de negocio regenerativos, circulares o intensivos en innovación quedan subvalorados por no ajustarse a métricas financieras tradicionales. Este desajuste no es marginal: refleja un marco de evaluación que ya no captura adecuadamente los riesgos y oportunidades de la economía actual.
En el contexto del nuevo gobierno, este punto cobra especial relevancia. Si el foco está puesto en acelerar el crecimiento mediante desregulación y reducción de costos, el riesgo es confundir volumen de inversión con calidad de inversión. La experiencia internacional muestra que este enfoque puede generar retornos de corto plazo, pero también aumenta la probabilidad de conflictos socioambientales, pérdida de legitimidad y vulnerabilidad frente a shocks externos.
Desde la perspectiva de la inversión de largo plazo, el desafío no es ideológico, sino económico. La economía que está capturando valor a nivel global es baja en carbono, intensiva en conocimiento, digital, circular y orientada a resolver desafíos estructurales en energía, agua, alimentación, salud, vivienda y movilidad. Es en estos sectores donde se concentran crecientemente los flujos de capital institucional, la innovación tecnológica y las ventajas competitivas sostenibles.
Avanzar hacia una nueva disciplina de inversión implica, al menos, tres cambios relevantes en la toma de decisiones.
Primero, incorporar la ciencia como línea base económica. Los límites planetarios, las trayectorias de descarbonización y los escenarios climáticos ya influyen en costos de capital, acceso a financiamiento y viabilidad de proyectos. No considerarlos distorsiona la evaluación de riesgos.
Segundo, priorizar soluciones por sobre mitigación. Más que evaluar únicamente cómo una empresa reduce impactos negativos, resulta clave analizar si su modelo de negocio contribuye efectivamente a resolver problemas estructurales. Esta distinción es central para identificar crecimiento sostenible.
Tercero, diferenciar valor generativo de valor extractivo. Los modelos basados en la explotación intensiva de recursos finitos enfrentan crecientes restricciones regulatorias, sociales y financieras. En contraste, los modelos que regeneran sistemas y aumentan productividad vía innovación tienden a mostrar mayor resiliencia.
Con Kast en La Moneda, el verdadero desafío para inversionistas, empresas y el propio Estado será evitar una lectura reducida del crecimiento económico. Desregulación no equivale necesariamente a competitividad de largo plazo, ni crecimiento a desarrollo sostenible.
El deber fiduciario, entendido en términos contemporáneos, exige anticipar escenarios futuros y no evaluar con herramientas diseñadas para un contexto que ya no existe. Persistir en marcos obsoletos no solo tiene costos ambientales o sociales, sino también financieros.
Invertir en la economía que viene no es una declaración ética. Es una decisión estratégica para un país que busca crecer sin comprometer su estabilidad, legitimidad y competitividad en el tiempo.



