Por Catalina Droguett, eco periodista y fundadora de “Mujer Sustentable”
Cuando hablamos del cambio climático, por lo general pensamos en catástrofes: sequías, incendios, tormentas, glaciares derritiéndose, etc. Pero pocas veces nos detenemos en que esa crisis ambiental tiene raíces profundas en nuestro interior: en nuestros miedos, patrones, desconexiones y en cómo nos relacionamos con el mundo.
Hoy, según el último informe del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), más del 40% de la población mundial ya vive en zonas altamente vulnerables al clima extremo, y la Organización Mundial de la Salud (OMS) advierte que el cambio climático será la mayor amenaza para la salud humana del siglo XXI, aumentando la inseguridad alimentaria, el estrés hídrico y las enfermedades asociadas a la ansiedad ecológica. Detrás de cada cifra hay personas que sienten, temen y buscan sentido en medio de la incertidumbre: la crisis climática está erosionando no solo ecosistemas, sino también nuestra estabilidad emocional y social.
La crisis ecológica no es solo externa; es también interna. Cada decisión que tomamos, lo que consumimos, cómo nos alimentamos, cómo nos movilizamos, qué historias elegimos creer, refleja una relación con el planeta. Si estamos fragmentados, ansiosos, desconectados de la naturaleza, difícilmente podremos sostener acciones coherentes en el largo plazo.
Para revertir esto, necesitamos una “ecología personal”: una práctica diaria de reconexión con nosotros mismos y con la tierra. Esto implica cultivar presencia, naturaleza, reverencia por lo vivo, desaprender hábitos extractivos internos y externos. En ese proceso, nuestras emociones dejan de ser obstáculos y se vuelven brújula para el cambio.
El cambio climático no espera, y nosotros tampoco debemos hacerlo. Cada gesto consciente es una semilla de regeneración. Cuando transformamos el interior, lo externo florece. Porque el planeta no solo necesita menos carbono: necesita más humanidad, más empatía y más corazón.



